Su vuelo a Kenya salía pronto, le dijo suavemente. Él iba a irse a un lugar seguro, y ella podría contactarlo en cualquier momento. Y un día, prometió, ella también iría, y juntos mirarían flamencos rosados bajo el cielo africano.
Sus suaves sollozos estallaron en llantos que llenaron la habitación. “Te amo. Eres mi mejor amiga”, susurró mientras la abrazaba, en un momento capturado en video.
Era agosto, justo antes del inicio del año escolar, y Kangethe estaba regresando al país que había dejado 16 años antes para asistir a la universidad en Michigan.
No se iba de vacaciones o a visitar familiares. Como inmigrante en EE.UU. sin residencia permanente, se estaba “autodeportando” a su tierra natal.
Kangethe dejaba a su esposa, Latavia, y a sus tres hijos en la casa que compartían en Lansing, Michigan, a unos 90 millas (145 km) de Detroit. Y no sabía cuándo, o si, regresaría.
Ella, la más pequeña, se aferró a él momentos antes de que se fuera al aeropuerto. En su habitación, padre e hija compartieron un último momento entre sus casas de muñecas, barbies y figuritas.
“Estaba tratando de desviar su atención… y enfocarme en cuándo vendrá a visitarme”, dijo Kangethe después. “El rosa es su color favorito. La idea era mostrarle que algo bueno puede salir de mi partida en lugar de cosas tristes y negativas”.
Cargado de ansiedad por la posibilidad de una deportación repentina a un país desconocido donde no conocía a nadie, Kangethe, de 39 años, decidió en marzo regresar a Kenya. Fue una elección que le dio tiempo para preparar a su familia.